El microrrelato es un género en boga que tiene su ejemplo más célebre en El dinosaurio (1959), del guatemalteco Augusto Monterroso. Emilio Porta no llega a ser tan breve, aunque en la segunda parte de Banderas rotas a veces le basta con un párrafo para contar un cuento. En estos relatos reunidos bajo el título genérico del primero, ese Banderas rotas, menudean las sutiles referencias a un sin fin de asuntos.

Por Javier Memba

Polisemia

En El dinosaurio -cuyo texto, un simple enunciado, reza: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”- llegan a leerse alusiones al Partido Revolucionario Institucional, conocido como el Dinosaurio tras mantenerse siete décadas en el poder en Méjico. Los relatos de Porta no son menos pródigos en transportes a otros escenarios, ajenos a los descritos. Cabe llamar la atención sobre El juego (pág. 39). Su protagonista viene a lamentarse de la violencia de los videojuegos, y de lo lejanos que se les han quedado a aquellos niños de hace medio siglo, para quienes las consolas tenían “reminiscencias de mueble neoclásico”.

Nostalgia

Estamos ante un texto eminentemente misceláneo. A veces ficción; otras, no tanto. Aquí el lector se encuentra con cuentos como Altagracia (pág. 21). Es ésta la historia de una niña -acaso mejicana puesto que a veces la llaman “chamaquita”- que juega al fútbol tan bien como los niños y, por querer formar en un equipo masculino (los Águilas), perderá aquello que diferencia a las mujeres de las niñas. Pero, con igual deleite, en Banderas rotas también nos sorprende una visión racionalista del juicio final o un apócrifo de Kafka: Subconsciente (pág. 27). Si hay un nexo de unión entre todas las piezas que forman este sugerente y seductor cajón de sastre, además del fino estilo y la alta calidad de la prosa de Porta, esa cópula es la nostalgia. Todas las piezas aquí reunidas rezuman esa melancólica tristeza que procura la ausencia de lo que va dejando atrás el devenir de los días.

La vieja revolución

Entre las múltiples lecturas que proponen estas páginas, como las de toda la literatura que se precie de serlo, escrutando en esa nostalgia que rezuman, puede llegar a atisbarse el perfil de uno de sus protagonistas. La primera pieza nos habla de la tristeza de un antiguo militante comunista -o simpatizante convencido- en un Moscú navideño, donde la gente consume como podría hacerlo en Nueva York. Suena un Noche de paz interpretado al acordeón, mientras las viejas insignias soviéticas se venden a los turistas, como las bolas y los adornos para el árbol se expenden en cualquier mercadillo navideño del otro lado del antiguo telón de acero.

Un protagonista

Pues bien, ese antiguo comunista que ya no tiene “más que años” pero aún sigue creyendo en Cuba como si fuera ese paraíso del que nos hablaban los verdaderos comunistas, en su infancia bien pudo haber sido uno de aquellos que jugaban a ser soldados, indios o vaqueros, ladrones o policías en la sexta década del pasado siglo, antes de que empezase a estar mal vista una violencia, en verdad rudimentaria, en comparación con la de los “megacerix, butchers, marcilónagos” y otros pobladores de la videoconsola, que aún le suena a uno de aquellos muebles que aguardaban a los recién llegados a los pisos de cuando entonces. “Mocosos”, que se les llamaba que, al crecer, al ser jóvenes, lo primero, lo más urgente, fue rebelarse contra todo. Y no había mayor rebelión que el comunismo.

Nostalgia cinéfila

Y el cine. Por supuesto, el cine. Esa misma generación tuvo en el cine una buena parte de su educación sentimental. Y a Porta, si verdaderamente es él quien se encuentra tras ese narrador misterioso, que se puede adivinar el protagonista de varias piezas, la gran pantalla le toca más de cerca que al común de sus contemporáneos. Crítico en ejercicio, se detecta por primera vez su nostalgia de la cartelera pretérita -al igual que cierta querencia por el decadentismo- en Ludwig (pág. 30). Éste no es otro que Luis II, el rey loco de Baviera, quien inspiró a Visconti una de sus películas más esteticistas. Porta, tras trasladarnos al lago de Starnberg donde se ahogó el soberano, hace de la célebre secuencia del monarca, yendo a morir en extrañas circunstancias, su propio recuerdo. De idéntica forma reinterpreta a Fred Zinnemann y Carl Foreman -director y guionista, respectivamente, de Solo ante el peligro (1952) en la pieza que, bajo el mismo título, dedica a esta otra cinta. Ahora bien, la nostalgia cinéfila de Porta, no se consuma ni mediante el dato ni mediante la anécdota. Es un acto íntimo.

Pessoa

Y entre la ficción y la no ficción, el cuento y el relato, en un texto tan bien escrito como éste, no podía faltar el homenaje a la gran literatura. Si Banderas rotas, en su capacidad para la sugerencia, puede compararse con El dinosaurio de Monterroso, respecto a su afán de miscelánea cabe otro tanto con El libro del desasosiego (1982) de Fernando Pessoa. Aquí los heterónimos del poeta del Chiado nos son presentados como sus amigos en la pieza dedicada al portugués. Cada uno nos muestra la personalidad que dispuso Pessoa para ellos. Los pocos nombres que da Porta no permiten dilucidar si nuestro autor también ha practicado esos desdoblamientos. Es lo más probable. De lo que no hay duda es de que en su nostalgia también hay algo de la que se percibe en la Lisboa de Pessoa.