Productor de una buena parte de la filmografía de Alberto Rodríguez –After (2009), Grupo siete (2012), La isla mínima (2014)- al igual que de varios títulos de Alfonso Sánchez y Santi Amodeo, Gervasio Iglesias es una referencia obligada en el cine español actual. Casi coincidiendo con el anuncio de su colaboración con Gonzalo García-Pelayo, que se prolongará durante siete películas a lo largo del 2022, aparece Enteógeno 2312, la primera novela de este cineasta.

Por Javier Memba

Con tales antecedentes, lo primero que sorprende en el debut -además de la alta calidad de su estilo, una prosa tan perfecta como expresiva hace que el texto se lea con deleite, avidez incluso, de un tirón- es que el asunto no tenga nada que ver con el cine que Iglesias produce. Como mucho, y tan sólo tangencialmente, pueden buscarse algunas concomitancias entre este Enteógeno 2312 y Underground, la ciudad del arco iris, el documental que Iglesias dedicó en 2003 a la Sevilla de la Glorieta de los Lotos, la de los Smash y la contracultura; la del lustro que se fue entre 1967 y 1972 en que la capital andaluza fue uno de los faros del underground patrio. Pero insisto, sólo tangencialmente.

Una realidad aparte

Enteógeno 2312 está mucho más cerca de Las enseñanzas de don Juan (1974), el célebre texto que dedicó Carlos Castaneda a su aprendizaje en el consumo de peyote del diablero aludido en el título. Ahora bien, que nadie se llame a engaño, Enteógeno 2312 no es una apología del consumo de alucinógenos ni una exaltación de nada. Es la historia de una chica, Odica -presumiblemente sevillana- que estuvo consumiéndolos durante algo más de quince años, los que se fueron entre sus catorce y sus treinta primaveras, de un modo casi ritual en torno a un pequeño y mágico cofre en el que nunca le faltaron hongos y un lugar mítico llamado Casagrande. Odica, desde el primer momento, destacó entre el resto de los consumidores por lo bien que traspasaba las puertas de la percepción, que las llamó Aldous Huxley.

Nueva capacidad mental

“La luz tiene un amplio espectro, aunque nosotros somos incapaces de verlo en toda su extensión. Solo podemos acceder a interpretar y decodificar una parte del mismo. ¿Qué nos impide pensar que ocurra lo mismo con nuestra capacidad mental? Esto que te voy a dar es una variante del lisérgico (pág. 94). Incrementa la actividad mental en la parte donde residen las memorias positivas y la reduce en las negativas. Un reajuste básico”, explica Cochino -una chica, empero su nombre, en realidad su apellido-, compañera, y ocasional guía, de Odica en sus experiencias al otro lado de la percepción. Ése es, a fin de cuentas, el afán que mueve a nuestra protagonista, quien, allende el hedonismo, concibe la experiencia alucinógena como una liberación de esa existencia cuadriculada y organizada desde la cuna a la tumba que es la vida a este lado de las puertas de la percepción, donde sólo vemos una mínima parte del espectro de la luz y ni nos planteamos ampliar los límites de nuestra capacidad mental.

Épica de una noche

Adolescente aún, pasaba sus horas de asueto junto a Black, quien comenzó a ganarse la vida con diez años “craqueando PlayStations para los colegas, arte para el que está superdotado”, y Nihom, el primero de ellos en dejar los estudios. “Lo quise mientras lo quise, luego, claro, pasó”. Al igual que le ocurrió con Black. Pero es Vampiro quien la pone en contacto con el Duque Rojo, un gitano mítico entre los alucinados, quien le hará entrega del cofre de los hongos y será un guía legendario en sus primeros transportes. El hilo mediante el que tejerá la épica en torno a la primera noche en la Casagrande. Eso será exactamente el Duque Rojo.

Dos formas de una misma trampa

Nuestra protagonista está llamada a una experiencia en la que espacio y tiempo son dos formas de una misma trampa. En una ocasión le es dado verse a sí misma cuando su madre la trajo al mundo. Con anterioridad, en su cronología siempre fragmentada, se le ha vuelto a brindar el momento en el que, adolescente, entró por primera vez a un baño donde los alucinados esperaban al Duque Rojo. Aún no era consciente de que estaba llamada a traspasar esas puertas de la percepción de las que nos habla Aldous Huxley en su célebre ensayo de 1954. Y ya, andando en sus transportes, se desdoblará para contemplarse explicando a su amiga Lía -una nueva compañera de viaje- cómo quedará fijado en su memoria cuanto viva bajo los efectos del Memorex.

Cúmulo de sensaciones

Puede que Vampiro, quien entra y sale de la vida de la muchacha como si alguien le dijera donde va a estar, tampoco haya sido consciente de que ha llevado a su amiga al umbral de un mundo donde ella verá las estelas que dejan a su paso las personas y se le revelarán tal cantidad de sensaciones, respecto a todo, que lo mejor será parar de dejarse llevar por ellas.

Odica -quien siempre llama la atención de los alucinados por lo bien que viaja, hay que insistir- parece ser la elegida para oficiar toda una liturgia psicotrópica. La mítica ayahuasca, buscada por William Burroughs en Perú para el “colocón definitivo”; el peyote de Carlos Castaneda, la mescalina (el alcaloide de los cactus del peyote) de Huxley… Es decir, los enteógenos, utilizados originalmente por el chamanismo, a diferencia de los meros alucinógenos que proporcionan experiencias básicamente hedonistas, tienen un carácter espiritual. Vienen a ser algo así como el contacto directo con dios.

Nostalgia de la alucinación

Nuestra protagonista no llega a tanto. Ya al final del último viaje, cuando Cochino resulta ser el Sapo Verde, la asesina del Duque Rojo, Odica se integra en la vida a este lado de la percepción, con el espectro de los colores limitado, como las posibilidades del pensamiento. Sin embargo, es entonces cuando la nostalgia que le inspiran sus alucinaciones nos conmueve tanto como sólo lo hacen los recuerdos de los protagonistas de las historias bien contadas.

Iglesias nos lleva a esa melancolía tras una brillante elipsis. Arranca en La hormiga uno de los capítulos que le son más queridos -está referido como “homenaje de admiración” a Chencho Fernández- y concluye precisamente en el que da título a la novela, Enteógeno 2312, “el enteógeno perfecto. Algo más allá de la psilocibina, del kratom, de los Momentos de la Mandrarábola y el Galaxy3941”.