Historias inhumanas: crónicas de la desvergüenza
Alfonso Aguado, líder de Los Inhumanos, extrae del cajón de sastre de su memoria las aventuras y desventuras de un grupo de desahogados capaces de reírse de todo y de hacer reír a todos, lo que convierte Historias inhumanas en un libro absolutamente necesario.
Nunca he creído que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Pero es evidente que, en España al menos, el tiempo pasado reciente era más libre. Mucho más libre. Tanto, que unos tipos desvergonzados podían subirse a un escenario disfrazados de frailes a cantar que las chicas no tienen pilila y el público descojonarse con ello (con la indumentaria y con la letra). Algo así sería impensable en la actualidad, y eso que no ha pasado tanto tiempo.
Aquélla era una distopía a los ojos de hoy. Treinta tíos haciendo el ganso, mayormente por pura diversión (y, con suerte, en el caso de Peter el Sueco, por ligarse a alguna fan), sin el corsé de las listas cremallera y sin una legión de torquemadas persiguiendo a los herejes del dogma de lo políticamente correcto.
De eso tratan las Historias inhumanas de Alfonso Aguado, líder, cantante y letrista de Los Inhumanos. No es una biografía del grupo, advierte el autor en la introducción. Pero las hazañas que cuenta en el libro son bien reales y forman parte, sin duda, de la historia de Los Inhumanos. No niego que tal vez sean difíciles de creer para los millennials, que ni escucharon a Aguado lamentarse de lo difícil que era echar un polvo en un Simca 1.000, y ni siquiera saben lo que es un Simca 1.000. Pero ello no quita que sean absolutamente reales. O, como mínimo, que estén basadas en hechos reales.
Un retrato surrealista
Alfonso Aguado extrae del cajón de sastre de su memoria las aventuras y desventuras de un grupo de desahogados capaces de reírse de todo y de hacer reír a todos, lo que convierte a Historias inhumanas, aunque sólo fuera por eso, en un libro absolutamente necesario.
El autor, que tiene a sus espaldas dos millones de discos vendidos, pinta un retrato impresionista (y a la vez surrealista) de Los Inhumanos y, así, nos va presentando a algunos de ellos: el friki Juan Eléctrico, desvirgado en una cárcel de mujeres; Juanki «el furgoneto», José Luis Macías (teclista), Toni Vidal (road manager, entre otras cosas), Julián Bayarri, ya fallecido, y conocido como «Norit» por su pelo rizado como el de un corderito; Carlos Goñi, que fue inhumano antes de transformarse en Revólver, Nando Domínguez (bajista), Valentín Pérez (guitarra), Puchi Balanzá (batería), El Guache, Paco «el Espumín», el Gallofa, capaz de eructar por encima de los 120 decibelios durante 13 segundos, Julio, Pedro, Astenón y Astenix… y los innumerables espontáneos.
Las anécdotas brotan a lo largo de las páginas del libro a borbotones, sin orden pero con muchos conciertos en ferias y fiestas patronales, regados por ingentes cantidades de alcohol barato y siempre en la carretera. Los relatos saltan hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, como las coreografías de Los Inhumanos sobre el escenario. Son historias de músicos y asimilados que dan la nota todo el tiempo, sin descanso. Sin vergüenza. Sin complejos.
Alfonso Aguado nos cuenta, entre otras muchas, la historia tras la canción del Simca 1.000, que iba a ser un Renault 12, pero no había forma de encajarlo en la rima; la del himno que hicieron para la selección española de fútbol, al que Luis Aragonés le dio todas sus bendiciones; la del peta compartido con Joe Cocker, las aventuras con Rambo Urrialde, el encontronazo con el Fary a raíz de la canción sobre su supuesto noviazgo con Kim Basinger, y el que tuvieron con Raphael, perseguido por un aeronabo muerto en acto de servicio; los ritos iniciáticos para formar parte de la gran familia inhumana, o la fiesta de despedida de «Norit», que alertaba a sus amigos para que en su entierro ninguno cogiera la corona si a alguien le daba por lanzarla hacia atrás de espaldas a los cuerpos presentes.
Puro rock and roll
El autor del libro se remonta al año 1981 y a esos veraneos en la valenciana playa de El Saler, donde no existían locales de diversión para los jóvenes, y donde quien quería fiesta tenía que montársela por su cuenta. Aquel fue el origen de Los Inhumanos. La música no era su objetivo. La mayoría ni cantaba, ni tocaba. Ni siquiera era ganar dinero. Los primeros conciertos pagados fueron con botellas de cava con las que se regaban entre ellos y con los que empapaban al público. La finalidad, reconocida, de Los Inhumanos era echar cuantos más polvos mejor y beber gratis, lo que no siempre era posible.
El libro es, en muchos momentos, desternillante. Puro rock and roll, si damos por buena la definición del propio autor, que dice que lo importante no es tocar bien, sino que el público se lo pase en grande. Pero resulta que, además, está muy bien tocado. Aguado tiene una prosa breve y directa, concisa y transparente, que se hace muy fácil de leer. Las Historias inhumanas son gamberras y desenfadadas, divertidas, fanfarronas, salvajes y hasta peligrosas, pero también son tiernas y emocionantes, cargadas de recuerdos hacia los que ya no están y de miradas nostálgicas hacia un tiempo en el que sólo se hablaba de política, como ahora, y la política resultaba aburrida. Como ahora.
La autocensura no existía, después de cuatro décadas de censura oficial. O no existía hasta el punto de resultar tan asfixiante como lo es hoy. Aguado se confiesa en el tramo final del libro «hasta los cojones de la autocensura». Y escribe un «Diccionario Inhumano» con entradas no aptas para la mojigatería reinante en la actualidad, casi como un desahogo. «Así que a tomar por culo», se rebela. Y es que así son Los Inhumanos: apasionada e irremediablemente humanos.