Las picardías de nuestros abuelos: sicalipsis de antaño

Además de al contenido de su obra, una espléndida antología del cuplé, Antonio Gómez alude en su nuevo título, Las picardías de nuestros abuelos, a una de las capacidades más singulares de la música: la de suscitar la simpatía de quienes otrora se mostraron indiferentes a ella, cuando no la aborrecieron por demodé.

Por Javier Memba

El prodigio se produce cuando esos mayores, que intentaron inculcarles la afición a esos estilos pretéritos, les faltan. He tenido que ser un sesentón y escucharme tarareando con cariño algunas piezas de La canción del olvido (1916), del maestro Serrano, tras toda una vida teniendo en el rock & roll todo un dogma de fe, para comprender que empiezo a simpatizar con la zarzuela por todo lo que le gustaba a mi madre.

Cariños insospechados

A esos afectos que acaba provocando la música, en principio insospechados, apela Antonio Gómez en su nuevo título para la Serie Gong. Colaborador del anterior formato de la etiqueta, cuando ésta era un sello de la discográfica Movieplay, quiero recordar un par de las Canciones de cárcel de Ho Chi Minh La flauta de un preso y Al borde del camino- escritas por Gómez junto al Antonio Resines cantautor, no confundir con el actor. Eran tan diferentes a este trabajo que tiendo a pensar que el impulso que ha llevado a Gómez a ponerse a escribir estas páginas que nos ocupan no dista mucho de esos cariños a los que me refiero. De otro modo, no casa que uno de los principales letristas de la canción de autor y protesta de los años 70 se nos descubra como toda una autoridad en un género que él mismo define como “arqueología musical”.

Contra la mojigatería

Ya en las postrimerías de la centuria decimonónica, el llamado género chico hubo de hacer un hueco en los escenarios madrileños -y por ende en los del resto de España- a un nuevo género de origen foráneo: el cuplé. Habida cuenta de que sus picardías eran su principal característica, no podía ser nativo de un país como el nuestro, que se autodefinía como el más mariano del mundo, tenía un cura en todas partes como garante de que el marianismo patrio siguiera inmaculado, y aún hablaba de las obras picantes y subidas de tono, de la canción verde y de los viejos del mismo color; dos de los parámetros -estos últimos- entre los que se desenvolvió el cuplé.

Aunque la etimología de la palabra es francesa, cuenta Gómez que el primer cuplé que se escuchó en Madrid fue La pulga. Corría el año 1893 cuando lo entonó una alemana oronda que respondía al nombre de Augusta Berges. A la sazón, lo verde aún empezaba en los Pirineos, los niños venían de París y de allí nos llegó este género musical -entonces lo más moderno-, que tuvo en La pulga su primera expresión. Pero estaba llamado a convertirse en algo tan castizo como la zarzuela o el chotis.

Nunca sabremos cómo fue en su totalidad

Sin embargo, aunque La chica del 17 –original de Duran Villa y Boixades y Azgarra, “la obra maestra del género” a decir de Gómez-, forme parte de lo que bien podríamos llamar la banda sonora del casticismo madrileño, de esas piezas que aún se escuchan en las fiestas de San Isidro o de la Paloma, así como en el día de la comunidad, el cuplé ha llegado a nuestros días inexorablemente demediado. Y no es sólo porque sus grabaciones originales, todas ellas en discos de pizarra, nunca fueran pasadas al vinilo, como sí lo fue la práctica totalidad del repertorio del género chico. Nunca podremos a hacernos una idea de cómo era el verdadero cuplé porque éste tenía uno de sus pilares en los gestos, obscenos para los biempensantes de la época, con que las cupletistas acompañaban en el escenario las interpretaciones de sus piezas. Y, de eso, apenas hay filmaciones.

Raquel Meyer, La Chelito, la Fornarina, La argentinita… Fueron tantas las suripantas, que también se llamaba a las cupletistas en alusión a la dudosa moral que se les suponía, merced a lo que cantaban y a la mojigatería imperante en la época, que entre los cuarenta años que se fueron entre la última década de la centuria decimonónica y las tres primeras del siglo XX, proliferaron en Madrid los locales de todo tipo -teatros, cabarets, salones- y en todas las zonas de la ciudad, donde los cuplés sicalípticos solazaban al personal masculino. Desde el adolescente, ávido por descubrir los placeres de la carne, hasta ese “vejete” que se los puede pagar a la chica del 17 de la que hablan las vecinas, conscientes de que cena con él en un “reservao”, todo el espectro de los varones eran el público objetivo de los cuplés. Sin olvidar a las damas que, en muchos casos, los acompañaban.

La edad dorada

En efecto, la Belle Époque del cuplé se extendió entre 1890 y 1930. O sí se prefiere, como propone Gómez, entre la generación del 98 y el Grupo poético del 27; entre la pérdida de los últimos restos del imperio y la inminente llegada de la II república; desde La pulga, que tras ser interpretada aquella primera vez por Augusta Berges pasó a formar parte del repertorio de todas, hasta La chica del 17, grabada originalmente por Mercedes Serós en 1926. Una España venida a menos por las guerras de sucesión monárquica y la omnipresencia de la iglesia, una España que se diría inexorablemente carca, descubrió buena parte de la dicha de la modernidad en los cuplés sicalípticos y las lecturas sicalípticas, sarcásticas y voluptuosas, impresas en colecciones como El libro del chuzo.

Hay que sugerir antes que enseñar

 Algo menos explícito, el cuplé fue un arte que mediante insectos, verduras o frutas más o menos obvias, hablaba de cosas que no decía; mostraba lo que no enseñaba. Poco o nada tiene que ver con esa caricaturización de Lina Morgan de La chica del 17, a decir de Gómez, uno de los peajes que ha tenido que pagar el género para llegar demediado como ningún otro hasta nuestros días.

Antiguo miembro de Las Madres del Cordero, la banda musical formada por Moncho Alpuente con motivo del espectáculo teatral Castañuela 70, todo un hito en la escena y en la contestación antifranquista, el autor no olvida lo que él llama la “arqueología social” de los tiempos del cuplé y nos lleva en un agudo recorrido por un país maltrecho que tenía en la sicalipsis casi el único placer.

El resto es un estudio detallado de las piezas más representativas y destacadas de las “canciones para frotar el higo” organizadas por temas: la erótica de los objetos, las fantasías hortofrutícolas, el sexo cotidiano… Sin olvidar el apunte sobre algunos de los letristas más destacados, tal fue el caso de Álvaro de Retana, uno de los grandes decadentes de la literatura española. Resumiendo, un libro que viene a engrosar una filmografía que no es tan extensa como debería, un texto fundamental para todos aquellos buscadores de cuplés en Internet.