Paz para un hombre sin voluntad, la tercera novela de Juan Pablo Rozas Rivera, relata la trayectoria de un personaje que deambula por la vida sin rumbo fijo, en una historia que pivota en torno a sueños imposibles con nombres de mujer.

Por Ignacio Díaz Pérez

PAZ PARA UN HOMBRE SIN VOLUNTAD Juan Pablo Rozas Serie Gong

PAZ PARA UN HOMBRE SIN VOLUNTAD Juan Pablo Rozas Serie Gong

En ocasiones, las personas son lo que son por obra y gracia de sus propias decisiones. En ocasiones, digo. Eso no significa que uno elija siempre y en todo momento ser lo que quiere o ha querido siempre ser. Porque el control que podemos ejercer se limita a lo que hacemos, a las decisiones que tomamos, pero no a sus consecuencias. Y otras veces, seguramente las más, ni siquiera llegamos a tomar nosotros tales decisiones. O las tomamos simplemente movidos por la inercia, una vez tras otra, como un péndulo que va y viene impulsado por fuerzas exógenas, hasta configurar una vida que sólo mirando hacia el pasado cobra sentido. O no…

Es lo que le pasa al protagonista de Paz para un hombre sin voluntad (Serie Gong, 2021), tercera novela de Juan Pablo Rozas Rivera (Santiago de Chile, 1948), que habla de sí mismo en tercera persona y se muestra al lector sin más nombre que el de «narrador», y al que otros personajes, sólo en dos ocasiones a lo largo de la novela, hacen referencia a él por su apellido: Mendiburu. A raíz de un encuentro fortuito con un amigo de los de toda la vida, que le informa del fallecimiento de una persona conocida, el narrador reconstruye un relato de su propia vida en forma casi epistolar. El destinatario es a veces la persona fallecida, y a veces él mismo, como en un soliloquio.

Su relato, siempre melancólico, por momentos cómico, nos muestra a un protagonista perdido en medio del océano de la vida, que estudió Filosofía porque sus calificaciones no le alcanzaban para estudiar Leyes. Sin una idea clara de lo que quería ser o hacer, estuvo dando tumbos de Chile a EEUU, primero a Atlanta, luego a Los Ángeles, y de vuelta a casa, dedicado a las ocupaciones más variopintas, para ninguna de las cuales tenía vocación, en trabajos que siempre le buscaban otros.

Así, trabajó limpiando pantanos, también como guía turístico recitando versos a los clientes (que en una ocasión le recriminaron que iban a Las Vegas a divertirse, y no a oír los versos tristes de Pablo Neruda), empleado de banca y financiero en una empresa opaca del sector inmobiliario.

También persiguió pequeños sueños de picaflor. «Convierto con demasiada ligereza sueños en realidad, para que luego al confrontarlos con el mundo, se esfumen con la misma facilidad con que los he creado», se dice a sí mismo. Las más de las veces se trataba de sueños con nombre de mujer.

Cada mujer, un mundo

María Teresa, que nunca tuvo un novio formal, representa el amor de juventud, el primer amor, incomparable a cualquier otro, y un amor platónico, el ideal inalcanzable del amor. Un amor que se le aparece al protagonista una y otra vez, en distintas fases de su vida, como un fantasma que permanece en el purgatorio a la espera de una redención que nunca llega del todo.

La hippie Tamara es el amor apasionado, el desenfreno, la libertad y el exceso. Pura lujuria. La relación de ambos es complicada, a veces imposible. Y termina cuando ella decide marchar a otra ciudad en busca de nuevas aventuras. Olga es pura espiritualidad exótica, una mujer independiente y tan serena como atolondrado resulta el narrador.

Susana es una amiga de María Teresa, que aparece en la vida del narrador casi para quedarse. Casi. Durante un tiempo, se puede decir que toma las riendas de la vida del protagonista y hasta tiene un hijo con él, Robertito. Pero también resulta un espejismo, como casi todo en la vida del narrador, y termina por esfumarse. La relación con Lucía, ya en plena senectud, es diferente. Con ella pasea y mira al mar.

Novela con banda sonora

Paz para un hombre sin voluntad es un novela llena de música clásica. Por sus páginas se suceden el brioso Mozart, el melancólico Chopin y el apasionado Beethoven, el contrastante Schubert y hasta el canto gregoriano, sostenido por el eterno rumor de las olas del mar.

Frente al mar se desarrolla buena parte de la historia, que en lo musical va evolucionando hacia la melancolía misteriosa de las Barricadas de Couperin y los adagios de Mahler, que tratan de detener el tiempo último estirando cada segundo en notas interminables en un intento absurdo pero poético de aplazar lo inaplazable.

El personaje del narrador no llega a ser como el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole, pero de alguna manera recuerda a él. Es anacrónico e inadaptado y sus planes tienen la volatilidad de una pompa de jabón y el patetismo de los perdedores. El narrador, de tendencia depresiva, se resiste a dejar de ser un adolescente. Le aterran la soledad y el paso del tiempo, pero sólo siente la paz en la siesta, la lectura y la música que puede disfrutar alejado de la gente.

Divertida y tierna, Paz para un hombre sin voluntad es un relato entrañable, de algún modo caricaturesco también, en el que muchos lectores reconocerán en sus personajes a más de un conocido.