Sobre la marcha: las memorias de un amante de la vida y del rock’n roll.
Una de las principales características de la música -y de las más notables- es su capacidad de evocación de los tiempos pretéritos, de lo felices que fuimos cuando escuchamos una melodía o una canción por primera vez, cuando -nunca falla- todos éramos más jóvenes. Si quien recuerda es uno de los grandes managers del rock español, como lo es Javier García Pelayo, diríase que ese don de la remembranza que provoca la música es mayor aún. De modo que tiene mucho que contar en Sobre la marcha, primer volumen de sus memorias.
Por Javier Memba
El propio autor, es quien en una lectura de su texto, nos propone un recorrido por los diferentes capítulos -que él prefiere llamar “relatos”- en base a las canciones que bien pueden servir de ilustración. Temas que van desde Al Shook Up de Elvis Presley, escuchada a uno de los empleados en las fiestas de uno de los pueblos de su infancia -su primer recuerdo musical-, hasta La gran ciudad, célebre rumba de Gato Pérez, uno de los artistas más carismáticos que Javier García-Pelayo representó.
Fluir de la memoria
Escritas de un modo vertiginoso, plenas de sabiduría, de esa nueva picaresca a la que alude el lema de la colección en la que están incluidas –si al estar a cien kilómetros del lugar donde iba a ser la actuación, no empezabas a ver carteles anunciándola, significaba que el concierto iba a ir mal-, la de García-Pelayo no es una nostalgia triste. Para nada, antes es ironía y desenfado.
Pródigas en digresiones, incisos y paréntesis en la línea argumental -como vienen los recuerdos-, acaso podamos decir que estas páginas están dictadas por un fluir de la memoria, semejante en su procedimiento a ese fluir de la conciencia, que tuvo en James Joyce y William Faulkner sus mayores exponentes. Allende las concomitancias de escribir tal y como le vienen a uno los conceptos, las imágenes, los recuerdos a la cabeza, sin detenerse a hacer literatura para que la forma prime sobre el fondo, el propio García-Pelayo llama la atención de sus lectores sobre un dato: “Es una autobiografía donde el yo, el pronombre personal, sólo aparece en el primer relato y no lo vuelve a usar el narrador. Es un acto deliberado”.
Infancia, vocación y primeras aventuras
En efecto, después de Cuando salimos del paraíso (págs. 21 a 27), ese primer relato en cuestión, el yo, esa primera persona del verbo, es una forma elíptica. Tal vez se deba a que estas narraciones, a menudo, también pueden leerse como fragmentos de una historia colectiva, la de la sedición juvenil española fraguada en torno al rock. No hay que olvidar que Javier Garcia Pelayo fue el descubridor, productor y manager de Triana, Medina Azahara y más de la mitad de la nómina del rock andaluz. Acaso sea ésa la causa de que pase por ser de aquella tierra, aunque en realidad nació en el Madrid de 1951.
Basta con leer el fragmento que abre el texto a modo de cita -el estribillo de La pipa de Kif de Vallé-Inclán– para comprender lo ocioso -además de manido- que sería hablar de la infancia sevillana de Javier García-Pelayo y evocar el célebre patio del que nos habla Antonio Machado en Retrato. Nuestro hombre llegó a Sevilla aún niño -ocho años-, “educadito, pero asalvajao”.
Sí que fue en Sevilla -una de las principales referencias de su mitología personal- donde nació para la marcha. No mucho después de que él la descubriera sin saberlo -aún era un término por acuñar- “marcha” sería el ritmo de vida fraguado en torno al sexo, las drogas y el rock & roll.
Dom Gonzalo
Más concretamente, el descubrimiento fue en Dom Gonzalo, la discoteca que su hermano Gonzalo abrió en la calle Virgen del Valle 32. Aquello fue en diciembre del año 67 y aquel local habría de hacer historia en la ciudad. Pese a que aún corrían los días en que la policía, cualquiera de las tres que había -Armada, Municipal, Guardia Civil…-, si veía a más de cuatro personas juntas en cualquier parte, perfectamente, podía ordenar uno de aquellos “disuélvanse”, tan persuasivos, “Dom Gonzalo se convirtió en un centro de reunión frecuentado por estudiantes contestatarios, rockers, músicos, hippies y jóvenes de la burguesía sevillana”, escribe el autor (pág. 69). Además de soldados estadounidenses, procedentes de las bases de Rota y de Morón, hasta donde había llegado la fama del establecimiento. En fin, incluso el llamado Clan de la tortilla del PSOE se dejó ver por allí en alguna ocasión.
Pero para Javier García-Pelayo, lo que en verdad cuenta es que en Dom Gonzalo abrazó esa sedición juvenil que, en todo el Occidente cristiano, se estaba fraguando en torno al rock. “Yo, lo que quería, era ser vacilón. Me hice grifota y pasé de beatnik aficionado a hippie convencido”. Y así fue como el otrora “caballero español”, que pegaba a los profesores de las academias donde estaba matriculado si se metían con una chica yeyé, empezó a camelar a las hippies estadounidenses que le dejaban fascinado.
Con todo, no fue en Dom Gonzalo, sino en Torremolinos, donde nuestro hombre descubrió el que sería el más frecuente de sus muchos empleos “ante la inutilidad de los músicos para reservar hotel, coger taxis y esas cosas”. Así surgió su primera actuación de road manager.
Un capítulo en la historia del rock español
Promotor asimismo de conciertos, que fueron un hito en la historia del rock español, a iniciativa suya surgieron las Primeras Quince Horas de Música Pop de la Ciudad de Burgos, que el cinco de julio de 1975 concitó a una buena parte de la sedición juvenil que conoció la España del llamado tardofranquismo. Como tantas cosas, surgió cuando no se esperaba. El ayuntamiento de Burgos dio licencia a otro histórico manager del rock en España, el leonés José Luis Fernández de Córdoba, para las fiestas patronales de la ciudad. Ya en colaboración con García-Pelayo, propusieron al consistorio organizar algo en la plaza de toros y el ayuntamiento aceptó.
El cartel de aquella suerte de Woodstock español, además de por todas las bandas recién publicadas en Gong -el sello discográfico de Movieplay-, estaba integrado por algunos representantes del rock layetano (barcelonés). Cordobita, como le recuerda el autor, se encargó de la publicidad. Javier Garcia-Pelayo de todo lo demás. Para él fue una entrega absoluta. “Montamos una oficina en Burgos y me tuve que quedar a vivir en la ciudad. Casi un par de meses, con continuas escapadas nocturnas a Pozuelo, a ver a mi mujer, embarazada de nuestra primera hija, y vueltas mañaneras a Burgos”
Tartessos, Tílburi, Companya Eléctrica Dharma, Orquesta Mirasol, Alcatraz, Triana y Burning sólo fueron algunas de las formaciones que, junto a solistas como Hilario Camacho, Gualberto o Eduardo Bort, se dieron cita en el coso burgalés. Todo hubiera sido una feliz velada veraniega de no haber sido por el titular que La voz de Castilla –el órgano del Movimiento en la región-, dedicó a aquel concierto ante la gran cantidad de freaks que arribaron a la ciudad: “La invasión de la cochambre”.
Ni siquiera el No-Do, la revista cinematográfica del régimen, habría de expresarse así. “Con los derechos de reunión y de expresión prohibidos, un festival de quince horas, en una ciudad como Burgos, con el famoso titular y la enorme presencia policial, significaba mucho más que puro entretenimiento musical”.
Al cabo, lo de La invasión de la cochambre ha quedado como un ejemplo meridiano de la intolerancia del franquismo con el rock. Los cochambrosos hicieron hogueras con el periódico y la Policía Armada, los temidos “grises”, permanecieron durante las quince horas ojo avizor. Hubo tensión. Tanta que Cordobita acabó sufriendo un ataque al corazón. Antes de que se lo llevaran al hospital, le confió a nuestro hombre el dinero para que pagase a los músicos la mitad, citándoles al día siguiente en la oficina para darles el resto.
Y así fue, en líneas generales, lo que bien puede llamarse, el primer macroconcierto al aire libre del rock español. Antes de que acabase aquel mes de julio habría de celebrarse el segundo. Éste llamado a perdurar cuatro años en el tiempo. Para volver, como tantos grupos, ya en 2014 y prolongarse durante tres años más.
Canet Rock
En aquel verano del 75, en que lo recuerda García-Pelayo, Lole y Manuel, dos de sus patrocinados -y de sus artistas más queridos- acababan de grabar su primer álbum, Nuevo día. Javier los movía en los ambientes del rock autóctono, donde ya empezaban a pegar fuerte las formaciones con raíces, el rock andaluz, como “más hippies que Scott Mackenzie y The Mamas & the Papas juntos”. Así las cosas, Victor Jou -fundador de la mítica sala barcelonesa Zeleste- y Rafael Moll, productor del rock layetano, a la sazón asociados para la organización de aquel primer Canet Rock, no dudaron puestos a contratar a dos artistas flamencos para un macroconcierto hippie. Otro Woodstock español. Si acaso, éste, más aún que la cita burgalesa porque se prolongó durante 48 horas, las que se fueron entre el veintiséis y el veintisiete de julio.
“Fue un día psicodélico, como se merecía ese pedazo de festival con más de cuarenta mil hippies mandando estupendas y buenas vibraciones. Todo estaba muy bien organizado, mejor que el mío de Burgos. Ya habíamos cobrado y repartido. Escenario, camerinos, sonido, luces, todo bien”.
Gualberto, otro representado por García Pelayo, gustó, aquél era su ambiente. Lole y Manuel, no tanto. Llegaría, pero aún no había sido la fusión entre el rock y el flamenco. El rock andaluz tenía en él algunas de sus raíces. Pero flamenco puro, casi cante jondo, no se había visto aún en un festival de rock. “Cuando, ya alboreando, salen Lole y Manuel y empiezan a cantar al río Guadalquivir… La incomodidad general se manifiesta claramente en público y aristas”.
Se escuchan abucheos hasta que Lole empieza a interpretar una nueva canción muy sentida y despacio: “Señor de los espacios infinitos,/ tú que tienes la paz entre las manos./ Derrámala señor,/ te lo suplico…/ Y enséñales a amar a mis hermanos”.
“Y se produce un silencio encogido con esa primera estrofa… Que lo rasgó Lole con enorme fuerza, profundidad y sentimiento”, continúa García-Pelayo en sus recuerdos. Lo que vio después, casi puede decirse que fue un milagro. El público se le antoja un campo de cardos silenciosos, del que de pronto, a la voz de Lole, comienzan a surgir florecillas (pág. 212). El rock español, sus aficionados, haciendo gala de una auténtica altura de miras, acababan de ensanchar sus perspectivas y descubrir el flamenco.
El Madrid de Tierno
Este primer tomo de Sobre la marcha concluye con su autor ya representando a Gato Pérez, quien acaso fuera el más carismático rey de la rumba catalana. En su vertiginoso fluir de la memoria, este feriante, amante del rock & roll, como el autor gusta definirse, nos ha llevado de la Sevilla del Dom Gonzalo, con los derechos de expresión y reunión prohibidos y nuestro hombre grifota, al Madrid de Tierno Galván, aquel de mediados los años 80, cuando el Viejo profesor invitaba a los jóvenes a estar al loro y a colocarse.
Incluso un poco más allá, a tenor de las muchas fotos que ilustran estas páginas: el Madrid del Cañí, el bar de Julito Bullón, ya al final de los 80, también recordado en una instantánea.